INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA A UN RELOJ


Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubies; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben- te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca.

Dependerás de ese pequeño elemento que te arrastra a un universo en el que ves, realmente ves y escuchas, pasar las horas, en ocasiones lentas, en ocasiones rápidas, pero nunca como lo necesitas.
Anoche el tiempo pasó exasperantemente veloz... sentía las agujas de mi bonito swatch, que me observaba desde la mesita, clavándose en el pecho, tic tac, tic tac, cada segundo más cerca de la hora de la partida. Sentada al borde de la cama, mi cuerpo se estremecía debido al aire gélido del otoño que entraba por tu ventana y sin embargo yo sólo podía pensar en arrojar el reloj por ella y así poder imaginar sin nada que demostrase lo contrario, que el tiempo se detenía para permanecer en ese preciso lugar eternamente, así tal cual, sintiendo tu respiración en mi espalda.
En ese momento no pude evitar volverme y olvidar momentáneamente la situación, al escuchar esos leves gruñidos que das cada vez que algo te desvela; como siempre, me hiciste sonreir, eres como un niño chiquito que se revuelve en la cuna por una mala pesadilla.
Pero era inevitable, el segundero seguía su curso, tic tac, tic tac, ajeno a mi ansiedad y tras ahogar un último beso (lo siento, odio las despedidas), me levanté. La ropa estaba preparada, la maleta junto a la puerta de tu habitación, esa que tardaré meses en volver a ver. Dejé la camiseta que llevaba bajo la almohada, con la esperanza de que la mantengas ahí y me sumergí en tu jersey azul del que ya sólo salen bolitas... te diste cuenta ¿no? ese que tanto me gusta.
Al salir de puntillas y cerrar la puerta no pude evitar derrumbarme y allí, con los ojos sin ver y una mueca en la cara, te dejé, con la esperanza de que a este final, como bien diría Sabina, le queden dos puntos suspensivos.


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